En el primer confinamiento duro de la pandemia quedó al descubierto que los trabajos irrenunciables de la sociedad eran en su mayor parte poco o mal remunerados mientras que muchos de la cúspide del reconocimiento social y económico eran superfluos para la supervivencia básica. El cineasta Ruben Östlund lleva esa realidad paradójica al límite en The triangle of sadness, la película con más carcajadas de este año (o muchos años) en el festival. Y hasta saludables aplausos durante la proyección más propios de otros certámenes. Cannes, como Garbo, ríe.
Dividida en tres capítulos, The triangle of sadness comienza con la relación de una pareja de modelos. Ella, influencer reconocida; él, irónicamente afectado por la ‘brecha de género’ de la moda hacia los hombres. Los dos se embarcan en un pequeño crucero de lujo obsceno con un grupo de grandes fortunas donde convive la frivolidad de las grandes clases con la simpatía comprada de los trabajadores. Cuando el yate se va a piqué, en el grupo de supervivientes se invierten los roles de poder, clase, género, y casi cualquier cosa.
The triangle of sadness no es una sátira como Fuerza mayor (de las relaciones de pareja) o The square (del arte moderno y el miedo a la pobreza) sino una farsa. El autor sueco apuesta directamente por el humor: desde su disparatado argumento, la estupidez de la mayoría de los personajes, o el gag constante en cada escena. Podía haberse pringado en la brocha gorda con la que se mancha a veces, pero sale limpio.
Esa evolución del sueco se produce en la misma película, que se inicia con una crítica más sutil del mundo de la moda y las relaciones sentimentales hasta llegar al gran guiñol del barco. No hay tanta risa incómoda o turbadora como en sus anteriores películas y sí mucho absurdo (y hasta un homenaje a la secuencia de los vómitos de El sentido de la vida de los Monty Python).
En 2017, el jurado que presidía Pedro Almodóvar premió Östlund con la Palma de Oro por The Square. ¿Una segunda Palma? ¿Y por qué no? El premio entronaría al sueco como lo que en realidad ya es: uno de los más agudos observadores contemporáneos, cuya obra no deja de señalar la tensión entre lo intelectual: si rascamos un poco, lo que parecen las sólidas murallas de nuestra sociedad no son más que construcciones culturales.
Cristian Mungiu firma un ultimátum a la xenofobia y a la violencia masculina
Otro ganador de la Palma de Oro, el rumano Cristian Mungiu (Cuatro meses, tres semanas y dos días en 2008). Nunca falla a su cita con Cannes y siempre cumple: R.M.N es un sólido drama ambientado en una pequeña población de Transilvanía en la que convive una minoría de procedencia húngara.
Mungiu, que suele focalizar su cine en una sola trama que filma de manera absorbente, se abre a un retrato más coral con varios hilos: un hombre machista incapaz de tener relaciones sanas con las mujeres y su hijo, una mujer independiente en un entorno hostil, y unos trabajadores de Sri Lanka que tienen trabajos que no quieren los rumanos y desencadenan el odio al extranjero. Todo en una claustrofóbica atmósfera de violencia latente (y patente) que muestra que los confines económicos de la UE tienen áreas de estado fallido que son caldo de cultivo perfecto para la extrema derecha.
También su estilo evoluciona y renuncia algo a característicos movimientos de cámara con los que hostigaba a sus personajes. Solamente la prodigiosa secuencia de la asamblea del pueblo, un larguísimo plano fijo con decenas de personas, auténtico tableau vivant en el que suceden multitud de acciones cruzadas, bastaría para considerarle para el premio a mejor dirección. El metafórico final es un aviso de que el hombre también es un extranjero en el mundo.
Cannes ha elevado su nivel y lo que viene en las siguientes jornadas promete con las películas de Kore-eda, Park Chan-wook o David Cronenberg en el horizonte.