El cineasta lituano Mantas Kvedaravicius se plantó con su cámara en Maríupol el pasado 20 de marzo con la intención de rodar un documental del asedio. Conocía el terreno: en 2016 había rodado Mariupolis, un documental presentado en el Festival de Berlín que retrataba a sus ciudadanos en el contexto del conflicto entre ejército ucraniano y separatistas prorrusos.
Esta vez todo era más extremo. Solo pudo vivir tres semanas en Maríupol: el 9 de abril fue capturado y ejecutado por fuerzas rusas. Tenía 46 años. Su idea para la segunda parte jamás podrá ser completada, pero el material rodado por Kvedaravicius pudo salvarse y, tras ser montado por su productora, se ha proyectado en el Festival de Cannes.
Cualquier estreno con los autores presentes en la sala tiene un punto de emoción, pero Mariúpolis 2 era al mismo tiempo un homenaje y un funeral. El consejero delegado del festival, Thierry Fremáux, arropaba al equipo mientras Hanna Bilobrova, su pareja y colaboradora, apenas podía levantar la mirada. Hace solo un mes consiguió salir de Maríupol con el cadáver para enterrarle en Lituania. “Mariupolis 2 es su legado. Como cineasta y como antropólogo”, ha podido decir antes llorar mientras la sala aplaudía intentando algo de consuelo.
El material proyectado en Cannes muestra unos pocos días del refugio en el que se encontraba Kvedaravicius. Apenas 20 personas, familias, niños agazapados en el sótano anexo a una iglesia bautista mientras no cesan los bombardeos. Buena parte de metraje parecen recursos, bosquejos a los que dar forma más adelante pero que, tras la muerte de Kvedaravicius, se han resignificado. El cineasta filma sin cesar el cielo sobre las ruinas, amaneceres ahumados esconden la silueta de un sol que no termina de salir.
Testimonios y rumores de lo que sucede en el teatro llegan por aquí y allá. Uno cuenta como tuvieron que sacar de una casa en llamas a cinco personas, otro relata como un coche estalló tras pasar sobre una mina. Buscar alguna cosa útil entre los escombros es una expedición peligrosa en unas calles completamente deshabitadas. Cualquier generador, batería o caldera que conserve algo de gas se convierte en oro, aunque transportarla sea un suplicio.
La vida bajo las bombas
Las pocas personas que aparecen en el documental interactúan con el director que les graba sin cesar: la voz en off de Kvedaravicius es su último registro en el mundo. En un momento, uno le avisa de que hay un coche cerca al que quizá pueda acercarse a buscar una batería. “No quiero ir a ese coche. No lo siento”, se escucha a Kvedaravicius, como avisando de un mal pálpito.
Los asediados calientan en un patio una olla con algo de verduras. “¿Esas ramas que hay dentro qué son?”, pregunta uno. Otro duda de si las palomas que acuden a sus pies también pasan hambre en la guerra. Un hombre muestra el cráter creado por una bomba, de 10 metros de profundidad y 20 de diámetro, que ha arrasado su casa. “He pasado 31 años de mi vida trabajando. Ahora me pregunto, ¿para qué he trabajado?”. Las familias refugiadas bajo la iglesia rezan a diario y bendicen lo poco que queda. Y agradecen a la providencia su propia supervivencia.
Un ciudadano se queja de que los gobiernos de los últimos años no han podido evitar la guerra. Su interlocutor apunta a que “hay suficientes armas nucleares para destruir el mundo 150 veces”. Un tercero sentencia: "Una vez es suficiente”. También para Kvedaravicius, cuyo trabajo al menos aporta empatía hacia el sufrimiento humano.