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España en alarma: 98 días de crisis en 10 imágenes

ESTEBAN RAMÓN
8 min.

La primavera entera y una semana de invierno. Pocas veces la relativa percepción del tiempo se ha dilatado como durante los 98 días del estado de alarma. Dos semanas antes del anuncio del 14 de marzo, pocos ciudadanos pensaban que llegaría un aislamiento ‘a lo Wuhan', pero cuatro días antes del anuncio de Pedro Sánchez, pocos los dudaban.

España entró en el estado de alarma en shock y sale confusa pero, sobre todo, parcialmente herida por la catástrofe de mortalidad, dolor e impacto económico. La Covid-19 también ha exacerbado problemas que ya estaban ahí como la pobreza o las carencías en sanidad, educación o cuidado de mayores: elefantes en la habitación que, en cierto modo, han quedado iluminados para el conjunto de la sociedad.

Intubados, boca abajo y en coma inducido

Dos sanitarios atienen a un paciente ingresado en plena pandemia EFE/ Jesús Diges

Una media de 20 días en coma inducido, con respiración mecánica, y teniendo que ser colocados en la posición de decúbito prono a diario: una complicada maniobra que implica a cuatro sanitarios. Antes de la pandemia, las unidades de cuidados intensivos de un hospital mediano apenas ingresaban un paciente o dos con una insuficiencia respiratoria tan grave al año; en las semanas más duras de marzo, solo en la Comunidad de Madrid ingresaban 83 pacientes con esas características cada día.

Los 11.432 pacientes graves de la pandemia dan una medida de la inasumible presión asistencial hospitalaria provocada por la Covid-19: la principal razón para las medidas de aislamiento en todo el mundo. En Madrid y Cataluña se han triplicado el número de camas, pero no se podía triplicar a los profesionales de medicina y enfermería intensivista. Las UCI, realmente un lugar de supervivencia en el que en condiciones normales fallecen el 10% de los ingresos, han alcanzado una mortalidad estimada entre el 30% y 40% aunque todavía no hay cifras oficiales de Sanidad.

Confinamiento

Fotografía del 8 de abril de Laura Tarela, que tiene 90 años, y ha pasado el confinamiento aislada en su piso de Pasaia (Gipuzkoa). EFE/ Javier Etxezarreta

Entre el 14 de marzo y el 26 de abril (primer día de salida de los menores) las normas para pisar la calle fueron estrictas. El confinamiento ha sido general, pero muy particular en sus consecuencias: ciudadanos acomodados apenas rozados, familias de clase media que han teletrabajado y ahorrado, empleados con la incertidumbre del ERTE, personas despedidas sin ninguna compensación, dependientes de la economía sumergida desesperados, mayores con miedo para bajar la basura, personas solas aisladas o familias a prueba.

Blaise Pascal escribió en el siglo XVII que todos nuestros males venían de “nuestra incapacidad de quedarnos quietos en una habitación”. El auge de las videollamadas, el streaming o el cachondeo terapéutico con los aspectos más pintorescos (desabastecimiento papel higiénico o levadura) ha sido de ayuda, pero -aunque se llame síndrome de la cabaña- hay quien, entre tanto drama, simplemente ha sido más feliz.

Fallecidos sin duelo

En el parking del tanatorio de Collserola (Barcelona) se almacenaban los féretros utilizando los grandes refrigeradores de emergencias y catástrofes. (2/4/2020). Quique Garcia/EFE

El Palacio de Hielo de Madrid reconvertido en morgue o la saturación de las funerarias y servicios de cremación en Cataluña ilustran la dificultad del sistema para asumir la gestión de un número de fallecidos insólito. La gran mayoría ha fallecido en hospitales y residencias sin el acompañamiento de familiares o seres queridos: la ausencia del duelo ha marcado el estado de alarma.

Entre el 9 de marzo y 10 de mayo de este año, han muerto casi 120.000 personas en España, independientemente de la causa de defunción, cuando el promedio histórico del mismo periodo se situaba en los 71.500. Todavía todo ese exceso no ha podido ser atribuido completamente al coronavirus, aunque Sanidad ya ha reconocido que directa o indirectamente está asociado a la pandemia.

Fernando Simón

Un grafitti del director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, en el barrio de Benimaclet de Valencia. Sanitarias, Fernando Simón, hoy en el barrio de Benimaclet de Valencia. EFE/Kai Försterling EFE/Kai Försterling

“No me molesta la fama. He recibido cartas y comunicaciones con afecto y cuando tenga tiempo espero responderlas”. El director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, es (junto al ministro de Sanidad, Salvador Illa) la cara mediática de la crisis, con sus comparecencias diarias desde Moncloa (o telemáticas durante su contagio).

Campechano y buen comunicador, no ha dudado en responder cualquier pregunta por peregrina que fuese, con un aplomo entre lo admirable y lo desconcertante, pero también ha sido acusado de menospreciar los datos negativos y exagerar los positivos. Todo español tiene su opinión de Simón. En cualquier caso, ha asumido un papel enormemente protagonista para un técnico, hasta el punto de que el Gobierno le ha dejado como cara visible de una de las principales controversias: ¿por qué no se decidió antes el aislamiento de la población?

Las colas del hambre

Voluntarios de la Fundació Arrels ayudan a los sintecho en medio de la pandemia. EFE/Enric Fontcuberta

Junto a los fallecidos y a la presión del personal sanitario, hay una tercera pata en la tragedia en la crisis del coronavirus: la pobreza y la exclusión social han aumentado y las dificultades de la población que ya estaba en esa situación se han agravado.

Según los datos del INE de 2018, el 5,4% de la población tenía privación material severa, el doble del porcentaje que había en 2008. Un indicador de que la salida de la anterior crisis no fue limpia y una alarma de los peligros que supone la entrada en una nueva crisis. Las crecientes colas en busca de ayuda alimentaria aceleraron la aprobación del Ingreso Mínimo Vital, una medida con una inusual unanimidad parlamentaria: ningún voto en contra y solo la abstención de Vox.

Residencias, la tormenta perfecta del virus

Trabajadoras de la residencia San Carlos de Celanova (Ourense) celebran el cumpleaños de Elena Pérez, de 98 años. EFE/Brais Lorenzo

La terrible tormenta perfecta del coronavirus ha sido letal en las residencias de personas mayores, espacios cerrados pero sociales en los que la población con patologías previas de riesgo elevado ronda el 40%, frente al 5% de la población general: su gestión futura en la nueva normalidad es uno de los puntos clave para la administración si quiere evitar otra catástrofe.

La mitad de las muertes con COVID-19 en Europa, según la OMS, se han producido en estos centros y, por eso, médicos geriatras recuerdan que a muchos de los fallecimientos eran, sencillamente, inevitables ante una enfermedad sin tratamiento efectivo. Pero queda el dolor de las 19.535 muertes y la gestión de residencias acumula ya 194 diligencias civiles, según la Fiscalía General del Estado.

En primera línea

Personal sanitario del hospital Carlos Ayala de Málaga agradecen los aplausos recibidos. EFE/ Jorge Zapata

Los sanitarios, con más de 50.000 contagios, son el paradigma de la lucha contra el virus y también de sus consecuencias personales, algunas por venir: ansiedad, depresión e incluso estrés postraumático. Pero no fueron los únicos trabajadores de las semanas más restrictivas del confinamiento. El Real Decreto que definía los trabajos esenciales que podían desplazarse incluía cualquiera relacionado con la provisión de alimentos, productos farmacéuticos, sanitarios, gasolineras, limpieza, energía eléctrica, telecomunicaciones, producción agrícola, limpieza o periodismo, entre otras.

De la criba emerge una realidad paradójica: muchos de los empleos que son innegociables para la sociedad no tienen especial reconocimiento social y económico, y, al contrario, en la cúspide de la pirámide abunda lo superfluo.

¿Todo saldrá bien?

Vecinos de Pasai Antxo (Gipuzkoa) aplauden durante la cuarta semana de confinamiento.

La reacción de la sociedad en el estado de alarma puede analizarse como cualquier relación sentimental: un enamoramiento inicial con la comunión de los emocionantes aplausos de las ocho a los sanitarios, una progresiva desafección ante la rutina, hasta llegar a las infidelidades (cacerolas o simple hastío mediante) y el regreso a la polarización previa.

¿Salimos más fuertes, como defiende la campaña gubernamental? Hay tantas respuestas como ciudadanos, pero parece que lo que quedan son más preguntas: ¿realmente será la pandemia un hecho transformador? ¿impulsará el cambio de algún aspecto central de la sociedad? O, incluso, la más simple: ¿estamos realmente concienciados de que el virus no ha desaparecido?

Desescalada

Desayuno en una terraza de la Barceloneta, en el día que la ciudad entraba en Fase 1. EFE/ Quique García

El 28 de abril el Gobierno presentaba el Plan para la transición hacia una nueva normalidad. España salía del túnel pero permanecía en un camino sinuoso, repleto de fases y normas específicas cambiantes, en el que el Estado ha ido devolviendo progresivamente a las CC.AA. toda la capacidad de decisión.

La nueva normalidad (aparente oxímoron, pero construcción perfectamente descriptiva) recuerda que, pese a la batalla política, el estado de alarma ha sido una mera construcción legal y que el verdadero final se puede medir de manera más sencilla: el día en el que abuelos, padres y nietos podamos abrazarnos sin ningún tipo de miedo.

Una interna en una residencia de mayores abraza a su hijo a través de un plástico habilitado.

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