La elección del nombre de un rey no es algo que se tome a la ligera, por la fuerte carga simbólica que tiene, dentro del torrente de protocolo, tradición y emociones que supone la monarquía en sí misma.
El hijo de Isabel II ha elegido para reinar el nombre de Carlos III y al igual que sus lejanos dos antecesores está destinado a hacerlo en momentos agitados de la historia, aunque menos violentos (esperemos que se mantengan así) que los que sufrieron los primeros Carlos que llevaron esa corona.
Carlos I, el rey que perdió la cabeza
Literalmente, pues sus años sentado en el trono terminaron de forma abrupta cuando el hacha del verdugo cayó sobre su cuello. Reinó entre 1625 y 1649, un periodo especialmente convulso de la historia de Gran Bretaña, donde la Corona y el Parlamento midieron sus fuerzas día a día.
En Europa soplaban los recios vientos del Absolutismo y Carlos I apostaba por no rendir cuentas a nadie y la jugada no le terminó de salir bien. Estalló la Revolución Inglesa y el monarca terminó arrodillado ante el tajo, mientras disfrutaba su triunfo un caudillo puritano llamado Oliver Cromwell, convertido de golpe en Lord Protector.
Con Cromwell, Inglaterra vivió un decenio con un raro sistema republicano nunca más usado en las islas, de rígida moral y mucha persecución religiosa (persecución a los católicos, mayormente), pero esa ya es otra historia…
Volviendo a Carlos I, su triste y terrible final causó una honda impresión en una Europa que no se impresionaba fácilmente, inmersa en la guerra de los Treinta Años, y fue narrada con muy buen pulso nada menos que por Alejandro Dumas, en Veinte años después, la segunda parte de Los Tres Mosqueteros.
Además, Carlos I tuvo una curiosa relación con España, pues fue su enemigo acérrimo (era de esperar en aquella época) pero también quiso casarse con la hermana de Felipe IV, la infanta María Ana de Austria y para ello viajó por sorpresa a Madrid junto a su favorito el duque de Buckingham, otro habitual de las novelas de Dumas.
El intento era una jugada diplomática arriesgada y un despropósito notable, pues ambas partes contaban con que la otra renunciaría a su religión y se convertiría a la del enemigo (para enorme escándalo de sus súbditos), pero al menos sirvió para que Carlos I se aficionara al arte, al ver los tesoros que los Austrias españoles colgaban de los muros de palacio.
De la inesperada, disparatada y romántica visita queda constancia en la primera aventura del capitán Alatriste.
Carlos II, el rey que volvió del exilio
El segundo Carlos era hijo del primero y tuvo que vivir la amarga experiencia de huir del país para salvar la vida, cuando la guerra civil entre puritanos y realistas empezaba a inclinarse hacia los de Cromwell.
Seguramente, nunca pensó que el Lord Protector llegaría tan lejos como para ejecutar a su padre, una afrenta que no perdonó y que le marcó de por vida. Desde el exilio, convertido en jefe de la facción monárquica, movió cielo y tierra con la intención de regresar victorioso a Inglaterra, sin conseguirlo mientras su mortal enemigo siguió vivo.
Contaba con apoyos en Escocia y en varias ocasiones se midió a los ejércitos de Oliver Cromwell, siendo sus partidarios derrotados una y otra vez. Llegó un momento en el que los apoyos en el exterior le abandonaron y tuvo que vivir poco menos que como un pedigüeño real, lo que también le dejó marca. Cuando pudo disfrutar del lujo y la buena vida, no se puso límites.
Solo pudo regresar una vez muerto el Lord Protector, cuando se hizo patente que la republica puritana no tenía mucho futuro. Entró en Londres en 1660, con más de veinte años de reinado por delante durante los que intentó por todos los medios que la historia de su padre no se repitiera.
Promulgó una amnistía para los seguidores de Cromwell, pero a los jueces que habían condenado a su padre los persiguió con saña y ordenó desenterrar al Lord Protector para ejecutarlo de forma póstuma y clavar su cabeza en una pica.
Durante su reinado, Carlos II hizo las paces con España, jugó al equilibrio con la Francia de Luis XIV y se enfrentó a la pujante Holanda, sin mucho éxito. La armada de los jóvenes Países Bajos derrotó con estrépito a la Royal Navy en numerosas ocasiones, en una de ellas entrando en el Támesis, hundiendo todos los barcos que encontraron y llevándose la nave real, una batalla que a menudo olvidan los literatos ingleses que tanto insisten con la Invencible o Trafalgar.
El Londres de Carlos II debió de ser bastante duro, pues durante sus años en el trono la ciudad sufrió la peste y un gran incendio que la arrasó y de buena parte de esas cosas que pasaban dejó noticia uno de los primeros periodistas de la historia, el escritor Daniel Defoe, autor también de Robinson Crusoe y activo militante como libelista en todos los líos políticos de la época.
Carlos II se casó con la princesa portuguesa Catalina de Braganza, pero el matrimonio no tuvo hijos. Así, le tuvo que heredar su hermano Jacobo II, el último rey Tudor. El rey Carlos, eso sí, fue un entusiasta libertino que dejó al menos 14 vástagos ilegítimos. Dos de ellos, el primer duque de Richmond y el primer duque de Grafton, antepasados de Diana de Gales.
Al morir, en 1685, Carlos decidió convertirse al catolicismo, la religión de su esposa, lo que acabó con las pocas simpatías que tenía entre el pueblo inglés.