Depende de por qué rincón te pierdas de Londres, cualquiera de estos días, es posible llegar a olvidar que estamos en el confinamiento más duro que -sobre el papel- han vivido los británicos. Por ejemplo, cuando paseas por uno de los espléndidos parques de la ciudad. Familias, parejas, un par de amigas riendo... el ambiente es relajado; apenas se ve una mascarilla. Nadie diría que en este mismo día, en esta misma urbe, cientos de personas se quedan en una cama de hospital, quizá en una UCI, con la esperanza de superar la COVID-19.
Cada tarde, un ministro sale con los responsables médicos y científicos a dar las cifras; a explicar cómo avanza el plan nacional de vacunación, la gran apuesta del gobierno Johnson. Es una imagen que nos resulta fácil de identificar, desde España, donde también nos hemos habituado a estas comparecencias diarias, que repiten cada día el mismo esquema. Este martes, por ejemplo, la noticia era que se han alcanzado los 1.243 fallecidos diarios. 45.000 personas han dado positivo. Y los ministros insisten: hay que cumplir las normas. No tenemos por qué endurecerlas, si se cumplen bien. Y para que se cumplan, anuncian más firmeza frente a los infractores.
Laura, enfermera española en el Hospital St.Thomas nos cuenta que aún no han llegado al nivel de desbordamiento que se alcanzó en España en las peores semanas de marzo y abril. Pero la presión es cada vez mayor y no ven en la sociedad inglesa conciencia ni conocimiento del peligro al que se exponen, cuando insisten en hacer vida normal. Su compañera Andrea, gaditana, siete años trabajando en Londres, es más vehemente: "Ya llega un punto que ni pelos en la lengua ni nada y les preguntas, por curiosidad, pero vamos a ver, ¿con quién has estado?, porque se supone que eso no puedes hacerlo. Estamos en National Lockdown. ¡Que se ha prohibido que nos juntemos en Navidad!", exclama entre indignada e incrédula.
"Hay que renunciar a las cosas que más nos gustan"
El responsable de Sanidad -el Salvador Illa inglés, podríamos decir- Matt Hancock, decía este lunes que para vencer al virus "hay que renunciar a las que las cosas que más nos gustan" y que, generalmente, pasan por compartir nuestro tiempo con las personas que queremos, apreciamos, disfrutamos... Es un precio alto, reconocía, pero en Londres se empiezan a abrir camposantos improvisados en las afueras, para poder enterrar a tal volumen de fallecidos, ya son más 80.000. Y ese precio sí que no quiere pagarlo nadie.
En la BBC, después de muchos meses de pandemia, aún proyectan la imagen de enfermos advirtiendo de que el virus no es un cuento. Existe y puede matar. "Mírenme como estoy yo", dicen casi todos, postrados en la cama. "No es falta de información. Hay información por todas partes", dicen nuestras dos enfermeras. Pero cuando preguntamos a esas personas que pasean por el parque, nos dicen que se sienten seguras, que ya pasan mucho tiempo en casa.
Y es cierto que el virus al aire libre es mucho más débil y la probabilidad de contagio disminuye enormemente. Como también es cierto que llevamos ya muchos meses bajo el yugo de este microorganismo que ha venido a amargarnos la vida, que estamos todos muy hartos. Todo eso es cierto, sí, pero no deja de sorprender el relax, la ausencia de drama, con que aquí se toman estas circunstancias adversas. Quizá sea el último ejemplo de la famosa flema británica.