Kate lija despacio las ventanillas tintadas de su coche. No puede quedar rastro del plástico negro que ocultaba el interior. El Ejército ucraniano no permite circular con las lunas tintadas por motivos de seguridad. Es un vehículo viejo, blanco y pequeño. Está con Vasil, un amigo al que ha conocido durante los días de éxodo y que ahora se ha convertido en el aliado perfecto para su siguiente misión: "Voy a Mariúpol para evacuar a mi madre y a mi padre. Tengo que encontrarlos", asegura convencida. Lo dice con tono tranquilo, pero también apesadumbrado porque se le hace insoportable la destrucción que ha asolado la ciudad en la que viven sus padres. Tiene 21 años y estudiaba Derecho en la universidad de Járkov.
Ha pegado un cartel en el coche que pone "evacuación", le ha puesto flecos de tela blanca a modo de adorno para transmitir el mensaje de que son civiles y no militares. "Aunque ya a estas alturas bombardean indiscriminadamente lamenta. Tiene miedo pero no puede vivir sabiendo que sus padres están en peligro. Ellos no saben que va a tratar de rescatarles. "Si se lo digo me van a decir que no vaya", dice.
El coche quizás no sea el mejor, pero sí suficiente para traer a sus padres y a los de Vasil. No saben dónde están exactamente. "No hay luz ni agua, tampoco hay conexiones y hay mucha destrucción. Pero no importa. Iremos igualmente. Creo que lo vamos a conseguir", asegura. Prefiere intentarlo, que quedarse lamentando las tristes noticias.
Estamos en un párking de un centro comercial de Zaporiyia que se ha convertido en el punto de llegada de las miles de personas que han logrado salir de Mariúpol. Pese a las dificultades, la gente está consiguiendo escapar, a través de los corredores humanitarios, de una ciudad que lleva semanas sufriendo una inclemente lluvia de misiles que destruyen todo a su paso. La apertura de este corredor humanitario ha animado a la gente a organizarse en caravanes de coches y autobuses para sacar al mayor número de gente posible de ese infierno.
Semanas sin contacto con sus familias
Ana lleva desde el 1 de marzo sin saber nada de su familia y ha pasado los últimos días esperando a que se abriera una vía de entrada para ir a buscar a su madre y su abuela. Tiene 38 años y nos explica que ella cuando estalló la guerra huyó de la ciudad porque se encontraba en otro punto de Mariúpol. Salió con la esperanza de que lo hiciera el resto de su familia también. "Aquellas personas jóvenes que tienen acceso a la información y pueden moverse se han marchado. Las personas que se han quedado ni siquiera están informadas de la existencia de los corredores humanitarios", explica. Por eso no puede confiar en que su abuela, al igual que el resto de personas mayores, puedan salir de la ciudad por sí mismas.
Esta mujer explica que la imagen que hay ahora mismo de su ciudad es la de la destrucción y el horror, con las carreteras hundidas y las calles llenas de polvo y hollín. "La gente lleva semanas viviendo en sótanos y ni siquiera saben lo que está pasando en el exterior", asegura. Denuncia que muchos ni siquiera tenían comida. "La gente no podía ni prepararse algo de comer porque no había ni gas ni agua", afirma. Saca su móvil, incapaz de describir por sí misma el asedio. "Mira, antes de los escombros había casas bonitas y barrios fantásticos", nos enseña. "Esta era una guardería donde los niños aprendían, dibujaban y bailaban y era muy bonita y mira como está", insiste. Los bombardeos se han llevado la vida por delante. Los que quedan en Mariúpol viven de puertas para adentro, sin salir al exterior ante el temor a ser atacados.
Hoy, Ana hará el segundo intento de entrar en Mariúpol. El día anterior la interceptaron y recibieron a tiros, por lo que tuvo que dar media vuelta.
Mariúpol, el símbolo del horror y la barbarie
Poco a poco vemos cómo se forma una cola de coches, cada uno con su propia historia. Anna es otra mujer, de 34 años, que junto a su madre, Valentina, se une a la fila. "Hemos visto las noticias de los últimos días de Mariupol y he decidido ofrecerme voluntaria para ir a evacuar a civiles. Mi madre como tiene miedo de que me pase algo, prefiere acompañarme", cuenta. Se miran de forma entrañable las dos y se sonríen. Luego cogen el mapa que les han entregado para ver qué ruta toman para cumplir su misión.
Oleg se nos acerca. Hace unas semanas consiguió sacar a seis miembros de su familia pero se quedó dentro su hijo de 15 años. "Hoy quiero ir a buscar a mi hijo", dice, acompañado de un amigo que también va a buscar a su familia. En el ambiente se palpa un sentimiento de esperanza que desplaza al miedo. Cada corredor humanitario que se abre es una inyección de moral que les motiva para seguir con los rescates.
Con la partida este lunes del equipo de Associated Press, el único equipo de prensa internacional que quedaba en Mariúpol, la barbarie se ha quedado sin apenas testigos en una ciudad que languidece a la luz de las bombas que caen sobre los escombros de fragmentos de vidas que cada día que pasa se siguen rompiendo en más pedazos.