Hussein, de 45 años, se esfuerza cada día en encontrar un trabajo. Recorre las deforestadas colinas de Cox’s Bazar en busca de leña, luego corta las ramas con infinita paciencia mediante un machete desgastado. Los troncos son imprescindibles para preparar fuego, calentar el hogar y cocinar. Si tiene suerte y reúne algo de dinero, Hussein va al mercado y compra pescado. La ayuda que recibe su familia se limita a arroz, aceite y legumbres.
"Todos en mi zona éramos campesinos. Teníamos vacas, bueyes y un gran terreno de cultivo. Teníamos una buena casa. Era de madera, con dos pisos y seis habitaciones", recuerda Hussein.
Su actual hogar dista de ese lejano recuerdo. Se trata de una tienda levantada a base de plástico y cañas de bambú. Duermen, matan el tiempo, cocinan, vuelven a matar el tiempo, vuelven a cocinar y a dormir. Sobre el suelo de tierra hay una esterilla que hace las veces de cama para él y su esposa, Nasaru. Unos pocos utensilios de cocina, algunos bártulos, sacos con alimentos como legumbres con logos de varias organizaciones humanitarias y cubos de plástico componen el resto del mobiliario.
Hussein recaló en septiembre de 2017 en Jamtoli, uno de los improvisados campos de refugiados nacidos tras la llegada de cientos de miles de miembros de la comunidad rohinyá que marcharon con lo puesto cuando explotó la violencia en el estado de Rakáin, a finales de agosto de ese año. Estima que unos 600 vecinos suyos, de un pueblo con un millar de viviendas, murieron a manos del Ejército birmano en los primeros días de las hostilidades.
Vidas sin patria
Hussein entra en el habitáculo y regresa visiblemente emocionado con un fajo de papeles cubierto por un plástico arrugado y viejo. Lo lleva como un tesoro; contiene toda su vida. Se trata de certificados descoloridos: la titularidad de una tienda, la propiedad de unas tierras, el carnet de líder comunitario...
El que guarda con más celo es un documento que ni siquiera es suyo, sino del padre de su mujer. Es un documento que los rohinyás, una minoría sobre todo musulmana que ha sufrido persecución y restricciones durante décadas, ya no reciben. El documento de ciudadanía birmana. Desde 1982, rige una ley en Myanmar que no reconoce a los miembros de esta etnia como autóctonos ni como ciudadanos.
"Mi padre tenía el mismo documento, pero se quemó", dice, con la ilusión de quien siempre ha sido apátrida. "Mi abuelo ya vivía en Myanmar -continúa Hussein- tenemos una larga historia allá. Es la primera vez que tengo que huir a Bangladesh. Ahora solo queremos conseguir una igualdad de derechos".
Huérfanos de atención
Sunchida llevaba más de dos años retorciéndose de dolor sin saber el porqué. Un pinchazo en el abdomen que siempre vuelve la mantiene tumbada sobre una camilla en la clínica. En otra sala, su marido Jamal ofrece retazos de la violencia que arrancó a la familia de su aldea natal. Habla de una violencia de disparos, cárcel, casas quemadas, seres queridos que pierden a otros seres queridos. El dolor y llanto de los rohinyás es un bucle interminable.
Jamal enseña las fotos de sus pertenencias que tiene en el móvil. Fotos de lo que ya no tiene. Un coche. Una casa. Pero no habla de una violencia, puede que menos directa, que a veces es tanto o más letal: la que ha llevado a Sunchida a tener dolores durante más de dos años sin tener idea de por qué.
"Tiene un tumor en el ovario izquierdo. Eso le ha llevado a sufrir varios abortos y complicaciones", confirma Tanjima, enfermera bangladesí de Médicos Sin Fronteras. Sunchida ha podido hacerse una ecografía gracias a que una ONG dispone de la máquina de ultrasonido.
Estos recursos especializados nunca estuvieron a su alcance en el estado birmano de Rakáin. Allí, las restricciones y limitaciones en el acceso a servicios básicos de sanidad, educación o algo tan sencillo como desplazarse de una población a otra sumen a la comunidad rohinyá en un mar de barreras.
El suyo no es un caso aislado. Jonathan Suárez, médico colombiano de MSF que trabaja en otra clínica en Jamtoli, recuerda un repertorio de casos terribles fruto de las carencias en atención médica adecuada que han sufrido los rohinyás. Pacientes con cirrosis, enfermedades hepáticas, heridas mal curadas que han derivado en infecciones...
Río de éxodos
El Naf es un río pequeño. Nace en las montañas de Arakán (hoy estado de Rakáin) y discurre durante 60 kilómetros antes de morir en la bahía de Bengala. Nadie lo consideraría digno de atención en un lugar como el Gran Delta, donde muchos ríos son océanos, si no fuera porque el Naf es mucho más que un cauce de agua. Es una frontera entre dos mundos. Ha sido el paso que han tomado desde hace siglos conquistadores y vencidos, comerciantes y contrabandistas. Y hoy es la metáfora del último éxodo de los rohinyás.
En las aguas del Naf perdió la vida el marido de Momtaz: como tantos otros, se ahogó en el río cuando trataba de cruzar de Myanmar a Bangladesh en precarios botes por los que había pagado por subirse a barqueros y mafias.
Ahora, Momtaz, de 27 años, está sola con cinco hijos de entre uno y nueve años. "El viaje a Bangladesh fue muy complicado. El capitán del barco pidió unos 100.000 kyats [unos 60 euros] a cada pasajero. Éramos 28 personas en un bote pequeño. Llegamos a la orilla [en Myanmar] a las diez y media de la noche y zarpamos en torno a la medianoche", explica.
Más de cinco horas para llegar a suelo bangladesí en una peligrosa travesía nocturna. Después, permaneció diez días en una pequeña isla hasta que, por fin, terminó en uno de los campos de acogida dispuestos por las autoridades. Cuando ya estaba a salvo y esperaba reunirse con su esposo, recibió la noticia del naufragio y del fatal desenlace.
Si para Momtaz el Naf trajo la muerte, para Humaira supuso salvar la vida. La violencia también la había apartado de su esposo, que fue capturado por el Ejército de Myanmar y del que todavía desconoce su paradero. Ella, en cambio, consiguió escapar hacia el río, con el único objetivo de salvar su vida, la de su hijo de siete años Muhammad Faisal y la de alguien que aún estaba por llegar al mundo.
“Nos moríamos de hambre y solo sobrevivimos gracias a que comimos hojas de los árboles“
"Cuando huimos, ya estaba muy embarazada", afirma. "No pude llevarme nada conmigo. Caminamos durante varios días por el bosque. Nos moríamos de hambre y solo sobrevivimos gracias a que comimos hojas de los árboles. Dormimos en el monte. Finalmente llegamos a la orilla del río y embarcamos", relata.
"Empecé a dar a luz estando ya a bordo y el parto duró tres horas. Solo pensaba en alumbrar a mi hija y alejarla de la violencia". Así es como Ruzina, su bebé, nació en el río. Los barqueros y otra mujer la ayudaron.
Hay rohinyás que han hecho y deshecho el camino varias veces en las últimas décadas: huida, repatriación forzosa, huida, repatriación forzosa. A lo largo de 2018 todavía han seguido llegando a Bangladesh centenares de rohinyás. Renuncian a cualquier esperanza de cambio, malvenden sus bienes, abandonan aldeas desoladas. Y se entregan a una vida como refugiados llena también de dificultades.
Península de turistas y refugiados
Cox’s Bazar es un distrito atípico con forma de tacón de aguja. Termina en una península alargada y montañosa en un país predominantemente llano. Por un lado, el río Naf y, por el otro, el mar. Dos carreteras, una costera y otra fluvial, nacen juntas desde una destartalada ciudad homónima, Cox’s Bazar, que recibe el nombre de un capitán británico: reminiscencia de cuando el territorio formaba parte de la India administrada por el imperio.
A Cox’s llegan cada día decenas de parejas bangladesíes. Arriban con la ilusión de pasar unos días lejos del gentío de Dacca, la capital. Es el principal destino de luna de miel en un país superpoblado, con 160 millones de habitantes en un territorio tres veces más pequeño que España. Cerca de este destino turístico donde se erige la playa más extensa del planeta -120 kilómetros-, ha crecido una gigante capital mundial de refugiados.
La vista no llega a divisar el final. Kutupalong era desde hacía años el emplazamiento más emblemático de los rohinyás que habían escapado de crisis en crisis. Hoy es el campo de refugiados más grande del mundo, con más de 600.000 personas hacinadas en diminutas y precarias casas de plásticos y bambú que se solapan unas a otras a lo largo de colinas deforestadas y bancales.
Hacia el sur han ido surgiendo o engordando muchos otros asentamientos improvisados más pequeños, pero que, por población, constituyen auténticas ciudades. Ciudades que han cambiado de nombre mientras crecían junto a la carretera que luego bordea el río: Balukhali, Tasnimarkhola, Hakimpara, Jamtoli, Moynarghona, Chamarkul, Unchiprang, Nayapara, Leda... Este es el mapa de esta crisis.
Una emergencia que no cesa
La nueva población refugiada se traduce en una presión demográfica, económica y medioambiental en un país que ha hecho un esfuerzo enorme, inusual en el mundo de muros y vallas de hoy. La crisis ha obligado a un despliegue humanitario descomunal y cerca de un centenar de ONG trabajan junto a las autoridades en los asentamientos improvisados del norte de la península.
En agosto pasado, cuando se cumplió un año del inicio de la emergencia, Médicos Sin Fronteras tenía desplegados más de 2.000 trabajadores, entre personal nacional e internacional, y operaba en cuatro hospitales, cinco centros de atención primaria, ocho puestos de salud y centro de respuestas a epidemias. En esos doce meses, los equipos llevaron a cabo una media de 2.300 consultas médicas al día, más de una por minuto.
Chalima y su esposo, Jobiullah, trabajaban en el campo y vendían a sus vecinos la leche que ordeñaban de seis vacas y cuatro cabras. Perdieron un hijo a manos de los militares birmanos y el más pequeño, Sabukura, de un año, casi muere cuando una bala le hirió en el estómago.
“Estábamos durmiendo cuando nos atacaron. Hemos perdido a varios familiares, incluido mi hermano“
"El Ejército quemó unas 60 casas en nuestra aldea. Estábamos durmiendo cuando nos atacaron. Hemos perdido a varios familiares, incluido mi hermano", rememora Chalima. La vida de Chalima es una emergencia permanente: tiene diez bocas que alimentar; las enfermedades se superponen. En la consulta, ese día, el equipo médico le diagnosticó una probable difteria a uno de los pequeños de la familia, Mohammed, de dos años y medio.
Brotes de enfermedades olvidadas
La difteria prácticamente había desaparecido de las preocupaciones médicas del mundo actual. La sencilla vacunación rutinaria a los niños ahuyenta este peligro. Pero, a finales de 2017, casi simultáneamente, comenzaron a emerger casos en Yemen y Bangladesh. El primer país está destrozado por una guerra cruenta. En el segundo caso, se puso en evidencia la pésima cobertura vacunal de la comunidad rohinyá en Myanmar.
“En las primeras semanas fue difícil gestionar la situación. Los pacientes -reconoce Carla Pla, enfermera de MSF- llegaban todos a la vez y, al mismo tiempo, nuestro personal no tenía mucha experiencia. Nunca antes habíamos visto algo como esto, o solo en los libros de texto, porque los brotes de difteria han sido algo extraño durante décadas. Tuvimos que aprender contra reloj cómo tratar a los pacientes".
Antes de la difteria, habían sonado las alarmas con brotes de sarampión y de diarrea acuosa aguda. A mediados de febrero de 2018, la difteria estaba bajo control, se habían realizado varias rondas de vacunación y, en septiembre, MSF cerró su último centro dedicado al manejo de casos.
Pero cerca de un millón de refugiados siguen viviendo al límite, hacinados y en condiciones precarias. "Más de un año después del comienzo del éxodo, la mayoría de los rohinyás continúa en campos improvisados y superpoblados; por debajo de los mínimos que marcan los estándares humanitarios internacionales. Los refugiados han pasado el monzón en los mismos refugios que construyeron a su llegada: chozas levantadas con bambú, lonas y plástico. Y en estas mismas viviendas afrontan ahora la época de ciclones", alerta María Simón, coordinadora de emergencias de MSF, que acaba de volver de Bangladesh.