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Cien días de soledad

  • Obama se esfuerza por salir de la burbuja de la Casa Blanca

  • Cada día lee diez cartas de las 40.000 que le escriben los ciudadanos

  • Un centenar de asistentes y 92 empleados filtran el mundo real

  • La jornada de trabajo dura doce horas

  • Un equipo de médicos sigue al Presidente con un equipo de reanimación

  • Dos guerras y una crisis multiplican las canas

  • Nada de política y nada de posar para las fotos en las reuniones con los amigos

GABRIEL HERRERO
6 min.

Es una ironía. Tal vez una burla divina. Como dice el proverbio keniata, cuando los dioses quieren reírse de nosotros, nos conceden nuestros deseos. Obama luchó durante año y medio por llegar a la Casa Blanca. Y una vez dentro, parece que la batalla consiste en saltar sus muros. 

Cada mañana, cuando llega al Despacho Oval, sus asistentes le entregan diez cartas. Es una pequeña muestra de las 40.000 que recibe diariamente. Aprovecha los escasos minutos entre cita y cita para leer cada una. Es su manera de mantener los pies en el suelo, es su contacto con el mundo real, más allá del cerco del Servicio Secreto. Eso, dos guerras y la peor crisis económica de su generación han sembrado de canas la cabeza del Presidente.

No es tarea fácil salir de la burbuja. Un centenar de asistentes filtran la información que recibe. Planifican al milímetro su agenda. Tres calígrafos escriben sus invitaciones y sus notas de agradecimiento. Dos ayudantes de cámara le siguen con una muda. Un equipo médico va tras él con el desfibrilador listo. 

A veces, Obama se lo toma con humor, como en la entrevista con Jay Leno, pero otras se desespera. En una escapada a un colegio público les explicó a los niños que "simplemente estaba harto de estar encerrado en la Casa Blanca". A su lado, Michelle, su mujer, apostillaba: "hemos salido, nos han dejado".

Una jornada de doce horas como mínimo

Obama se levanta a las seis de la mañana. Se ejercita en el gimnasio de tercera planta de la Casa Blanca y desayuna con su familia. A las ocho, el Presidente se dirige al Despacho Oval, donde recibe los primeros informes económicos y de Seguridad Nacional. Tiene el primer intercambio de notas con los redactores de sus discursos, con Jon Favreau a la cabeza. A partir de ahí, el programa presidencial se divide en piezas de menos de 45 minutos. Si es posible. Entre medias, pequeños espacios para descongestionar. "Tiempo de mesa", tiempo para el mundo real: devolver las llamadas, estudiar los informes, leer sus cartas.

La máquina está en marcha mucho antes. A las siete, su equipo más próximo empieza a preparar el día en el Ala Oeste. El Jefe de Gabinete, Rahm -Rambo- Emanuel, la responsable de la agenda presidencial, Alyssa Mastromonaco, y los asesores, el maestro de comunicación, David Axelrod y Pete Rouse, tienen una primera reunión a las siete y media. Una hora después, los 30 directores de los diferentes departamentos se juntan en la sala Roosevelt para informar de sus actividades y Rambo les instruye en el mensaje del día. Él es el canal privilegiado con el Presidente.

A las diez, Obama se reúne con sus principales asesores para desgranar la agenda. A las once suele ir a un acto público. A veces, un discurso en la Sala Este. También es la ocasión para recibir en su despacho a los jefes de Estado, como Lula da Silva, o de Gobierno, como Gordon Brown. Luego, almuerzo con peso pesado de su administración. Una vez a la semana con el vicepresidente Joe Biden. Obama prefiere moverse por la tarde para ver a los miembros de su gabinete y visitar el departamento del Tesoro y el de la Energía.

A última hora, un equipo de tres asesores le entrega el "libro nocturno". Un paquete pesado de documentos, memorandos, discursos y artículos para que Obama prepare la próxima jornada. Se lo estudia hasta altas horas de la noche. A veces, de madrugada.

El reposo del Comandante en Jefe

El mejor momento de la jornada es la cena con sus hijas y su mujer a las siete. Durante dos años de campaña, Obama no ha podido permitirse ese lujo. Ahora condiciona su agenda a ese momento.

Es el rincón más íntimo en una vida rodeada de gente. La Casa Blanca cuenta con una plantilla permanente de 92 personas. Tres mayordomos, tres floristas, una costurera, un chef de repostería y un experto en iluminación. A tiempo completo.

A pesar de las comodidades, siguen en vigor las reglas de la familia. Y Michelle impone la misma disciplina de siempre. Sasha y Malia se levantan ellas solas, hacen sus camas y limpian la habitación. Los postres están racionados. Caprichos, pocos. Bo, el perro de aguas portugués era una promesa electoral. Quizás algo más. Como decía Truman, si quieres un amigo en Washington, cómprate un perro.

Lo cierto es que tener dos hijas facilita la vida social. No ha habido niños en la Casa Blanca desde el 61. Primera Suegra tampoco. Y además, si no puedes ir a la montaña, como Presidente de los Estados Unidos, es fácil que la montaña venga a casa. De hecho, hay tortas, especialmente entre los congresistas. Obama invitó a los Chicago Bulls, su equipo. Acudieron encantados. Igual que las estrellas musicales. Stevie Wonder y Earth Wind & Fire han actuado en la Casa Blanca. Obama dejó sólo seis mesas en la Sala Este para que se bailara a gusto. Le encanta la informalidad. El domingo de la Super Bowl, impuso dos reglas a los invitados: nada de política y nada de posar en las fotos.

Pero el corsé sigue en pie. Aunque te invite el Presiente, tienes que dar el número de la Seguridad Social, dirección, fecha y lugar de nacimiento al Servicio Secreto. Obama ha conseguido conservar su Blackberry. Ha dado el número de teléfono a sus más íntimos. Pero el cargo impone y todos reconocen que se cuidan muy mucho de llamarle o enviarle un correo.

La soledad del Presidente

Dicen los asesores que Obama insiste en volar en el Air Force One una vez a la semana. Por razones políticas y psicológicas. El Presidente reconoce que es cool, guay.

Obama ha ordenado que le organicen una salida de Washington con la misma frecuencia. Es el presidente más viajado en los primeros cien días. México, Canadá, Europa, Indiana, California, Florida, Colorado, Arizona, Illinois... Y por supuesto, Camp David, la residencia de descanso en los bosques de Maryland, a tiro de helicóptero de la Casa Blanca. 

A veces hay suerte y pasa un fin de semana con los amigos en Chicago. Terry Link le echa de menos. Otras se conforma con una tarde de viernes en el Verizon Center, viendo como los Wizards dan un rapapolvo a sus Bulls.

Pero tanta salida, tanta actividad frenética, tanta gente a su alrededor, todas las miradas del mundo encima, esconden una realidad inevitable. Es el Presidente de los Estados Unidos y el inmenso poder le aísla. Está solo. La responsabilidad es sólo suya. Lo lleva sin empacho. Cuando se equivoca, lo admite: "la cagué".

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