Desde el principio de los tiempos, el ser humano ha necesitado iluminar su vida. Las primeras llamas de fuego alumbraban en las cuevas prehistóricas. Mucho más tarde, se usó el primer candil, hecho a base de grasas animales. Posteriormente, llegaron las primeras velas de cera, las farolas de gas y las lámparas de queroseno. Sin embargo, a mediados del siglo XIX, el inicio de la electricidad marcó un hito en la historia de la iluminación. Junto a ello, la aparición de las primeras bombillas incandescentes lo cambió todo para siempre.
Estos sistemas de iluminación fueron el primer paso para mejorar las condiciones de vida de la humanidad y, aún hoy, se utilizan a diario. Pero, ¿cómo funciona realmente una bombilla y cómo ha evolucionado este dispositivo a lo largo de los años?
Edison y la perfección
A finales del siglo XIX, ya existían en Estados Unidos los primeros y rudimentarios intentos de bombilla. Fue el científico americano Thomas Edison quien presentó un boceto inicial. En el interior de su bombilla había carbono, un elemento químico que conducía con cierta rapidez la electricidad. Pero presentaba muchas limitaciones en su funcionamiento y uso.
Unos años más tarde, en 1904, el físico William Coolidge se percató de que existía un elemento mucho mejor que el carbono para conducir la electricidad y mantenerla: el tungsteno. Un metal -también llamado wolframio- tremendamente duro y resistente a las altas temperaturas. Era perfecto para integrar en una bombilla, ya que generaban luz que brillaba mucho más y durante más tiempo.
El poder del tungsteno
Pero, ¿cómo irradian luz estos dispositivos con tungsteno? Francesc Estall, experto en sistemas de iluminación, lo explica en ‘Curioseando’. Una bombilla con hilo de tungsteno funciona cuando la corriente eléctrica pasa por él y se calienta hasta ponerse incandescente, emitiendo luz. A más temperatura, más luz genera. “Sin embargo, su consumo es tan importante que solo convierte una parte muy pequeña de la energía en luz, por lo que es un sistema muy poco eficiente”, comenta Estall. Había que seguir avanzando…
Más eficiente, menos saludable
Los científicos se percataron de que el sistema de bombillas incandescentes debía ser mejorado, sobre todo si se querían iluminar grandes superficies. Fue entonces cuando, a mediados del siglo XX, llegó la barra fluorescente. Un sistema mucho más eficiente que las bombillas.
¿Por qué? Estos dispositivos contienen gas neón en su interior. Cuando la electricidad pasa a través de ese gas, los átomos de neón se excitan con mucha más facilidad y emiten luz sin necesidad de usar tanto calor. Así, el consumo de energía se reduce considerablemente.
No obstante, las barras fluorescentes plantean un inconveniente: además de neón, contienen mercurio. Un gas no saludable y que puede causar daños en el sistema nervioso e inmunitario de los seres vivos. Por eso, y para evitar posibles fugas o roturas, las normativas sanitarias y medioambientales han desaconsejado el uso de los tubos fluorescentes. ¿Cuál sería el siguiente paso?
La revolución LED
Es entonces cuando, en la década de los 60, comienzan a implantarse los primeros LED. Son las siglas de Light emitting diode, que significa ‘diodo emisor de luz’. La auténtica revolución de los sistemas de iluminación que supera con creces todo lo anterior.
¿En qué consisten? En lugar de utilizar calor para generarla, como las bombillas de tungsteno, los leds se basan en la electroluminiscencia. Esto quiere decir que usan un material semiconductor que genera enormes cantidades de partículas lumínicas.
Además, los LED emiten luz en una dirección específica, por lo que no se pierde ninguna carga. ¡Casi toda la electricidad se transforma en luz! Todo un descubrimiento gracias a la ciencia y la electrónica que sitúa este sistema a la cabeza de cualquier dispositivo de iluminación actual.
Si quieres saber más sobre la luz y todos los hitos de la historia de la iluminación, no te pierdas ‘Curioseando’, todos los miércoles en La 2 y siempre en RTVE Play.