La semana pasada, durante la declaración de cierre de la conferencia climática en Glasgow, Alok Sharma, presidente de la COP26, se disculpaba entre lágrimas por lo descafeinado del acuerdo alcanzado entre los 200 países participantes en la cumbre, en el que se reconocía abiertamente que los gobiernos están fallando en la lucha contra el cambio climático.
Lejos de alcanzar los objetivos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero pactados en la Agenda 2030 y en los planes de descarbonización 2050, éstas seguirán aumentando durante los próximos años.
Soy una persona muy optimista, pero dado el panorama, me debato entre depositar mis esperanzas en una próxima cumbre o ir asumiendo que la humanidad está abocada a un futuro incierto en el que nuestra supervivencia se verá amenazada por el cambio climático que nosotros mismos hemos provocado.
El presente
En realidad, si abrimos bien los ojos, nos daremos cuenta de que ese futuro distópico ya está aquí: hemos comenzado a sufrir los efectos del cambio climático, nuestros ríos y mares, la tierra y el aire están contaminados, estamos siendo testigos de una enorme pérdida de biodiversidad en todo el planeta y la sexta extinción masiva, de la que los científicos nos responsabilizan, se está dando a un ritmo acelerado.
¿Cuántos años faltan para que media España se convierta en un desierto? ¿Durante cuánto tiempo podremos cultivar especies de regadío? ¿Nos veremos en la necesidad de racionar el agua en un futuro?
Ese futuro podría estar más cerca de lo que pensamos. Son muchos los científicos e investigadores que trabajan a diario en nuestro país para que llegado el momento, seamos capaces de seguir adelante a pesar de la hostilidad de las condiciones de vida.
Para poder entender el panorama al que podríamos enfrentarnos, debemos primero entender el pasado, cómo se adaptó el planeta a los diversos cambios climáticos que se han dado a lo largo de la historia. ¿Cómo acceder a esa información sin registros? La naturaleza tiene su propia forma de albergar datos a lo largo de los siglos.
En las Lagunas de Estaña, Huesca, el Instituto Pirenaico de Ecología lleva años recogiendo muestras del lodo del fondo del lago. Desde una precaria embarcación de goma, ayudé a la investigadora Alejandra Vicente de la Vera a soltar al agua un sondeador de gravedad, un tubo hueco de color transparente con un pesado plomo, que al caer en vertical se clava en el fango recogiendo muestras a una profundidad de hasta 60 centímetros.
“Los lagos como este son un libro de historia. En las capas de sedimentación que van quedando año a año, podemos obtener registros a través de medidas geoquímicas. A través de ellos podemos obtener una visión sobre el paleoclima y cómo reaccionó el entorno a esas condiciones.”
Los núcleos de sedimentos no son los únicos indicadores climáticos que existen. Además están los núcleos de hielo, los corales, los anillos de los árboles y los espeleotemas.
Una abrupta entrada de piedra en medio del bosque, da paso a la cueva de Seso en Boltaña, Huesca. Al entrar mis ojos necesitaron unos segundos para acostumbrarse a la total oscuridad, antes de descubrir diversos sistemas de medición, que han convertido a esta cueva en un centro de investigación sobre paleoclima y cambio climático, principalmente gracias a sus estalagmitas.
Las estalagmitas se forman por el goteo del agua de lluvia. Al cortarlas por la mitad, su interior revela capas similares a los anillos de los árboles, que guardan información sobre la cantidad y el tipo de lluvia que hubo en periodos determinados. Gracias al estudio de estas formaciones, Ana Moreno, especialista en paleoambientes cuaternarios y cambio global, pudo determinar que anteriormente ya existieron cambios climáticos tan rápidos como el que se está dando ahora, perceptibles en menos de 100 años. Ahora su estudio se centra en las diferencias entre los cambios climáticos rápidos naturales y el antrópico, provocado por el ser humano. “El problema en los cambios climáticos es que según los registros vemos que hay un punto de inflexión a partir del cual todo se acelera. A partir de ahí la evolución de los registros es una incógnita”. En el pasado, el detonante no fue el CO2. La elevada concentración de este gas de efecto invernadero en nuestros días, podría provocar una reacción exponencial de consecuencias difíciles de prever.
El futuro
“La cuestión no es que el planeta vaya a desaparecer, o que la raza humana se extinga, sino la calidad y el tipo de vida que llevaremos. Lo que tenemos claro es que el sistema de consumo de recursos que tenemos ahora, no va a ser sustentable en un futuro.”
Uno de los recursos clave para nuestra subsistencia a cuya escasez tendremos que adaptarnos es el agua. Además de la falta de lluvias, el derretimiento de la nieve y los glaciales pondrá en juego nuestra gestión del agua. De los 50 glaciares que había hace 50 años en los Pirineos, en este momento sólo quedan 13. En 30 años habrán desaparecido.
Ataviados con ropa de montaña y a 3 grados de temperatura, acompañamos a Jesús Revuelto y su equipo hidrología ambiental e interacciones con el clima del Instituto Pirenaico de Ecología a una expedición a más de 2000 metros de altura en el Valle de Izas. Desde allí volaron un dron para tomar registro de la nieve, un recurso hídrico fundamental.
“Estudiar la nieve es fundamental, porque es la forma que tenemos de cuantificar el agua de reserva que tenemos de cara a la mejora de la gestión hidráulica. Los registros nos muestran que la nieve cada vez se derrite antes, lo que va a suponer un reto para satisfacer el aumento de la demanda hídrica en verano, especialmente por el regadío. Antes la nieve se derretía en junio. Cuando para marzo está derretida ya, nos quedamos sin reservas para cuando más la necesitamos.”
Nuestra adaptación a la falta de agua no se limitará únicamente a mejorar la gestión de los recursos hídricos. Reducir la demanda, una vez más, cambiar nuestros patrones de consumo, va a ser crucial.
En el campo, en muy poco tiempo hemos pasado de una agricultura de autosuficiencia a la búsqueda de la máxima rentabilidad, a base de cultivos de regadío. Esto derivó en que muchas semillas, menos productivas pero mejor adaptadas a diversas condiciones climáticas y tipos de suelo, se fueron perdiendo, al no tener interés comercial.
¿Qué pasará si en unos años no disponemos de agua suficiente para alimentar los millones de hectáreas de cultivo de regadío que tenemos ahora? ¿Qué pasará si aquellas semillas que una vez se daban en zonas con poca precipitación y suelos áridos, se perdieron para siempre por su menor rentabilidad? No hay mejor ejemplo de cómo la pérdida de biodiversidad que provocamos en el planeta supondrá una amenaza para nuestra supervivencia en el futuro.
En el Centro de Investigación y tecnología alimentaria de Aragón, Cristilla Mallor me muestra el Banco de Geoplasma en el que atesoran 17.000 variedades de semillas a 81 grados bajo cero. Melones, sandías, judías o garbanzos que una vez cultivaron agricultores en zonas áridas sólo con la escasa precipitación que caía del cielo. Algunas de las variedades que un día fueron desechadas, serán las protagonistas de la agricultura del futuro.
Volviendo a las negociaciones que se dan en las altas esferas, que podrían alterar el rumbo que llevamos en estos momentos a golpe de legislación para desviarlo a otro más esperanzador, quién sabe si sólo se darán cuando estemos con el agua al cuello. Quizá para entonces sea demasiado tarde para parar los procesos climáticos y medioambientales que ya se hayan desatado. El futuro es hoy. Ahora es el momento de que cada uno se comprometa con su parcela de acción y asuma cambios reales que reduzcan nuestra huella en el planeta.