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Graffitis bajo tierra: nos sumergimos en el metro de Barcelona

  • En ciudades como Atenas, el Ayuntamiento no limpia los pasajes subterráneos

  • En otras como Madrid, el endurecimiento de las medidas contra las pintadas contempla sanciones de más de 2.000 euros

Cecilia Viejo
7 min.

Cuatro millones de euros. Es lo que destinan las arcas municipales de Barcelona a la limpieza de graffitis. Aunque es sabido que no cuenta con demasiados adeptos entre las masas, este fenómeno se ha multiplicado en las últimas décadas. Los grafiteros o “escritores” pintan el mobiliario urbano -como persianas, marquesinas o autobuses- a menudo como expresión artística. También los hay quienes lo han hecho su profesión y los que, tras una vida de vandalismo, han decidido dejarlo. Hoy nos ponemos en su piel para ver todas las caras de una misma moneda: nos sumergimos hasta las entrañas del metro dónde realizan sus pintadas.

El reloj marca la 1:53 de la madrugada. Estamos en una calle cercana a la entrada de la línea 4. Sick y Ostia, los pseudónimos con los que firman estos dos graffiteros, llevan semanas planeando lo que llaman “misión”. Prefieren no dar su nombre verdadero, ya que se enfrentarían a una multa mínima de 600 euros y hasta a pena de cárcel. “Pero la adrenalina vale la pena”, subraya Sick. “Esto es nuestra forma de vida”.

Esperamos 5 minutos más, hasta el cambio del personal de seguridad del metro. Han estudiado los turnos minuciosamente. “Ahora”, alertan. Apresuramos el paso hasta un respiradero. Sacan de la mochila una pequeña radial con la que abren un angosto agujero en la rejilla. Nos colamos por él y nos lanzamos al túnel, descendiendo a través de una escalera pegada a la pared. El aire se torna viciado y la oscuridad nos inunda a medida que avanzamos.

El graffiti como profesión Cecilia Viejo

Tocamos suelo a unos diez metros bajo tierra. Recorremos los túneles silenciosamente para no alertar a la seguridad de la estación hasta llegar a una escalera de caracol, por la que descendemos nuevamente. Sick y Ostia se manejan con soltura por los pasillos. No sabría especificar a cuántos metros estamos “sumergidos”. Pisamos las vías del metro y comenzamos a andar agachados. Nos topamos con unos sensores que tenemos que atravesar reptando.

Superada esta prueba, llegamos a nuestro destino: el “saco”. Es un espacio lateral, situado entre dos estaciones, donde descansan varios vagones del suburbano. Esperamos unos minutos, “hasta comprobar que no nos han visto”, avisa Ostia, antes de sacar los sprays. “Ya está. Los de seguridad no pueden venir, pero sí pueden llamar a la policía”, explica. El protocolo para este tipo de actuaciones es dar aviso a Policía Nacional, existiendo la prohibición de que los agentes de seguridad de empresas privadas abandonen el andén y se enfrenten a los grafiteros.

Y es que los encontronazos entre ambos bandos no han sido pocos. El pasado mes de julio de 2022, cesaron a un vigilante del Metro de Madrid por su presunta participación en una “redada” organizada ilegalmente por el propio personal del metro, en la que agredieron a varios grafiteros. Por su parte, el personal trabajador de TMB en Barcelona, lleva años quejándose al Ayuntamiento por el acoso y las agresiones recibidas durante estos actos vandálicos por parte de los jóvenes.

Una huella efímera

Tras llegar al saco y comprobar que todo sigue bajo control, sacan de la mochila unos aerosoles “con base de agua, para que no deje olor” y comienzan a pintar sus nombres. Tardan unos siete minutos en dejar su huella sobre el metro. Tras retroceder por el mismo camino al exterior, y la satisfacción de haber completado la “misión”, los jóvenes reconocen que ha salido demasiado bien: “Hemos acabado en comisaría muchas veces”, cuentan sabedores de las consecuencias.

“Claro que es vandalismo”, reconoce Sick, “pero es que si no lo fuera no sería graffiti. Es su esencia. Pintar en un muro de forma legal es otra cosa, es muralismo o como quieras llamarlo. Puede que vea mi pieza en movimiento cuando el metro pase. O quizá ya la hayan borrado. Y por eso es un arte efímero. Pero hice la hazaña de dejar mi nombre donde nadie puede. Vivimos con demasiadas injusticias de los de arriba y es nuestra forma de mostrar rechazo social”, concluye.

Una expresión artística que tras el paso de los años no entiende de pretensiones y se conserva pura. Los primeros “escritores” de Nueva York ya dejaron latentes unas normas no escritas pero que se conservan desde entonces. “El respeto es la base. No pisamos las piezas de los otros. No juzgamos las piezas de los otros. Nos admiramos y respetamos”, dice Ostia. “Para nosotros es una forma de vida anti-sistema”.

Denuncian que las leyes son demasiado estrictas en España. En otras ciudades como Atenas, “el Ayuntamiento no limpia los metros, están todos llenos de color y formas, y también las calles, es alegre”, exponen. Por su parte, el ayuntamiento de Almeida endureció durante el pasado año las medidas anti-graffiti. Aumentó en 55 las patrullas de limpieza para quitar las pintadas callejeras y anunció sanciones desproporcionadas con multas de más de 2.000 euros.

Visión veterana

En los años 90 el graffiti comenzó a extenderse como la pólvora por la ciudad condal. Un joven barcelonés de 12 años, amante del dibujo y del cómic, salía a la calle maravillado con las nuevas pinturas con las que amanecía su barrio, Bogatell, cada mañana. Este muchacho creció y consiguió hacerse un nombre entre los “escritores” a nivel nacional. Conocido por su pseudónimo, Alien, ha pintado los metros de más de una decena de ciudades europeas, como Londres, París o Berlín.

“En mi barrio había hall of fame de reconocidos artistas y para un niño al que le encantaba dibujar era imposible no fijarse en ellos”, recuerda Alien. Ya con 15 años fundó, junto a migo Maze, su propia crew, los GRS, hasta el día de hoy. Una crew es para los grafiteros su estandarte: “Para mi es más que un grupo de amigos que quedan para pintar juntos; son mi familia”, subraya.

Graffitis bajo tierra: nos sumergimos en el metro de Barcelona Cecilia Viejo

Ahora tiene dos hijos y ha cambiado las “misiones” de metro para ofrecerles toda su atención. “El graffiti lo ha sido todo en mi vida, mi única pasión por encima de todo. Puedo decir que me salvó de seguir drogándome y me ha permitido vivir muy buenas experiencias. Sigue siendo importante para mí porque ha forjado mi forma de ser, aunque mi actual pasión sean mis hijos”, concluye.

Aunque con un pintor de metros menos, el Ayuntamiento de Ada Colau sigue en guerra abierta contra el vandalismo destinando millonadas de dinero público a esta lucha, aumentando tanto las partidas de limpieza como el personal. Además, Barcelona cuenta con una brigada dentro de la Policía Nacional con expertos en grafística que identifica a los autores de las pintadas a través de su pericia en caligrafía.

El graffiti como profesión

Dada su ubicación, Zaragoza ha bebido de la cultura del graffiti por ser ciudad meridiana entre Madrid y Barcelona. Eduardo Tobajas comenzó como cualquier joven amante de la pintura, saliendo con unos cuantos botes en la mochila a manchar las calles de la capital aragonesa con sus amigos. Pronto descubrió una vocación en aquello y fue perfeccionando poco a poco su técnica. A día de hoy, tiene su propia empresa y es capaz de plasmar los diseños más asombrosos en muros de más de 20 metros de altura.

Eduardo ha podido hacer de algo que le apasionaba su profesión, y reconoce que “eso es un lujo”. Comenzó pintando en locales de amigos hasta que cada vez más gente pedía sus obras. Su empresa, Vida Mural, ofrece servicios de muralismo, graffiti comercial, organización de eventos de arte urbano y actividades participativas para jóvenes. Ha pintado más de un centenar de murales de gran tamaño por todo el territorio español y destaca que lo que más le gusta es “que las personas valoren y reconozcan el trabajo con spray”.

A pesar de esta profesionalización, Eduardo aclara que el graffiti ha sido la base para hacer lo que hace hoy. “Para mí es una expresión que tiene su parte más vandal y su parte más artística. Depende de la persona potencia más uno u otro, o bien las combina; y para mi todo es un tipo de expresión válida”, añade. “Creo que el graffiti no tiene sentido como algo legal aunque creo que deberían ser más permisivos para que se pueda pintar en zonas degradadas o sitios en desuso, para poder lucir estos espacios más”.

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