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Filosofía para langostas: por qué millones de jóvenes adoran a Jordan Peterson

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  • A pocos meses de la publicación de su última obra, Beyond Order: 12 More Rules for Life, analizamos el fenómeno social que se esconde detrás del éxito de Peterson

  • Gen Z Topic: Artículos escritos por los jóvenes de nuestra generación

DIEGO MARTÍNEZ
7 min.

«Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo». Nietzsche.

Su canal de YouTube supera las 180 millones de visitas y ha vendido más de 5 millones de copias de su best-seller 12 reglas para vivir: Un antídoto al caos (2018). Jordan Peterson, un psicólogo clínico y profesor canadiense interesado en explicar el origen psicológico de las grandes tragedias del siglo pasado, ha conseguido despertar el interés de una generación que se pregunta, quizá sin saberlo, cuál es la clave de una vida con sentido.

Pero el mérito de Peterson no radica tanto en haber cautivado a millones de jóvenes que buscan desesperadamente algo a lo que asirse, sino en haberlo hecho poniendo del revés los manuales canónicos de autoayuda con una idea amarga y muy poco original: la vida es sufrimiento. Y si (a pesar de la pandemia) todavía no se ha dado cuenta –añade– «es que se va a enterar pronto de lo que son la vejez, la soledad, el dolor y la muerte de los más queridos».

¿Por qué los jóvenes?

Hace un siglo, vaticinando que la modernidad sin religión se volvería difícil de soportar para una sociedad secular, Max Weber profetizó la aparición de una época en que muchos abrazarían una suerte de politeísmo tratando de combinar distintas creencias, teístas o no, que ofrecieran algo de sustancia frente al laicismo rampante.

En efecto, tras la crisis de la religión como marco generador de un significado universal, a lo largo de las últimas décadas han proliferado alternativas que pretendían ofrecer nuevas respuestas al problema del sentido disolviendo la experiencia individual en una identidad colectiva, fraguada a su vez en múltiples luchas fragmentarias. El modo de enfrentar una realidad que empezó a entenderse como alienante no podía consistir sino en la destrucción de las estructuras opresivas que las habían venido provocando durante siglos.

¿Somos una sociedad triste?

Así, numerosos estudios demuestran que los miembros de la Generación Z –aquellos nacidos a partir de 1996–, tienden a identificarse como «espirituales pero no religiosos», se movilizan por una gran variedad de causas sociales, valoran la autonomía individual, ven en la tolerancia un valor absoluto y confían en la eficacia del diálogo como elemento transformador.

Pero, ¿es esto útil a la hora de enfrentar el problema del significado? Carlos María Valverde, profesor de Filosofía en la facultad de Comillas, expone la ambivalencia que se hace presente en las sociedades contemporáneas: bajo la apariencia externa del desarrollo abrumador de los estados del bienestar crece una sensación cada vez más extendida de que la vida humana carece de sentido: «Cuando eso que llamamos la Modernidad alcanza su cota más alta de racionalismo, de tecnicismo, de industrialización, de confort para todos, de abundancia y opulencia, ahora sucede que los hombres no saben para qué viven». En su tesis sostiene que las sociedades marxistas y capitalistas son, en última instancia, sociedades tristes.

En este sentido, Peterson ha sabido reconocer con habilidad los sentimientos generalizados de confusión y frustración que experimentan con frecuencia los jóvenes de nuestro tiempo: los suicidios y los trastornos alimenticios alcanzan hoy máximos históricos, los cuadros depresivos se multiplican y la ansiedad es ya parte de la vida cotidiana de muchos adolescentes y adultos jóvenes.

Jordan Peterson, en una charla en Dallas en 2018. Gage Skidmore

Junto al problema tradicional de la búsqueda de sentido, existe una serie de factores muy concretos que son propios de nuestra era, a saber, la crisis de las instituciones orgánicas, la incertidumbre e inestabilidad laboral, la soledad y la adicción a las nuevas tecnologías o la dificultad para construir relaciones personales sólidas –y su reemplazo por las "relaciones líquidas" descritas por Bauman–, entre muchos otros.

En ello no es precisamente poca la responsabilidad de lo que el filósofo Quintana Paz ha bautizado como "capitalismo moralista", un tipo de capitalismo que «incita al trabajador para que no dependa de nada ni de nadie» y que promueve una moral muy concreta: aquella que nos invita a cuestionarlo todo, a autoafirmarnos por encima de cualquier aserción que nos venga dada. Así, preguntas como ¿hasta qué punto somos responsables de los crímenes nuestros antepasados?, ¿en qué sentido es la masculinidad algo reprochable? o ¿qué significa hoy ser mujer?, lejos de producir significado, han contribuido a aumentar la confusión y la pérdida de autoestima de las generaciones más jóvenes.

Con tantos frentes abiertos, a los que ahora se ha sumado una pandemia, muchos han advertido que ninguna de las recetas que habían comprado sirve para capear el temporal cuando las cosas se ponen feas. La periodista María Palmero narra en Vóz Populi cómo la pandemia ha acelerado este proceso y conseguido que ella y otros jóvenes vuelvan a pisar una iglesia: «Esta pandemia ha sido un espejo para muchos. El coronavirus y las restricciones sanitarias los dejaron sin el eje de sus vidas».

El problema del sufrimiento

Antes de escribir El hombre en busca del sentido, el psiquiatra vienés Viktor Frankl pasó por cuatro campos de concentración nazis. Al ser liberado, averiguó que sus padres, su esposa, su hermano y otros familiares y amigos habían sido exterminados. ¿Cómo afrontar la experiencia del vacío y el sufrimiento más extremos? ¿Qué sentido podía tener entonces aferrarse a la vida?

A modo de respuesta fundó la escuela de la logoterapia, cuyo principio fundamental pasa por aceptar que la principal preocupación del ser humano no es sentir placer o evitar el dolor, sino encontrar un significado. «Es por eso que el hombre está incluso dispuesto a sufrir, con la condición, sin duda, de que su sufrimiento tenga un significado». Y éste, añade Peterson, «tiene que ser inherente a un profundo sistema de valores o, al contrario, el horror de la existencia o el nihilismo se vuelve rápidamente incontrolable».

En realidad, la idea es simple: «Si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor –sostenía Frankl– siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento». Para Peterson –y este es el meollo del asunto– esa actitud es la responsabilidad; para Escohotado, en la misma línea, su antítesis es el victimismo.

El psiquiatra canadiense insiste en que no se trata de una abstracción moral: es psicología clínica con base empírica. En sus trabajos no sólo están presentes Solzhenitsin, Jung o Dostoievski, sino también conclusiones extraídas de campos como la neurología o la neuropsicología, todo ello ensamblado bajo la óptica de la ortodoxia cristiana –aunque Peterson no se ha revelado como creyente, suscribe abiertamente los "valores cristianos"–.

El canadiense también ha encontrado respuestas en las langostas –así se hacen llamar sus seguidores–. Estos crustáceos, según explica, comparten con nosotros muchas estructuras neurológicas relacionadas con las jerarquías sociales, el estatus social y la producción de serotonina. Partiendo de ello, Peterson apela a que el lector asuma la responsabilidad de cambiarse a sí mismo y tomar el control de su vida: pick up your damn sacrifice! (¡Detecta tu maldito sacrificio!).

Y es en ese mandato donde el sentido se hace presente, entendido como el grado en que sentimos que nuestras vidas tienen un propósito, una razón de ser que nos permite seguir navegando, aunque sea a duras penas, entre cíclopes y lestrigones. El éxito de Peterson en sí mismo no es tan interesante como las razones que se esconden detrás. Y es que quizá el futuro no sea tan sombrío como creemos.

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Diego Martínez Gómez (Cartagena, 1999) estudia Derecho y Periodismo en Madrid. A día de hoy edita y dirige el magacín digital lacontroversia.com

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