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Vivir con COVID persistente: "Se me olvidaba para qué servía una taza de café"

LUIS MIGUEL MONTES | MARINA ALTUR
4 min.

Elizabeth Semper pasó el COVID-19 en febrero de 2020. Cogió el virus en el trabajo, antes incluso del confinamiento. Desde entonces, su vida ha cambiado de pies a cabeza. Un mes después del contagio, seguía sin encontrarse bien: “Se suponía que no podía ser COVID, pero tampoco se parecía a cualquier otra enfermedad que hubiera sufrido previamente”.

La disfunción respiratoria derivó en un amplio abanico de síntomas digestivos, dermatológicos y vasculares, entre otros. En ocasiones, perdía la movilidad de un pie o se quedaba sorda de un oído. Sufría gastroenteritis agudas durante largos períodos de tiempo y los sarpullidos que le salían en la piel recordaban a la enfermedad de manos, pies y boca.

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Los síntomas más duros, sin embargo, fueron los de carácter neurocognitivo. “En una videollamada, estaba intentando comunicar algo muy sencillo y no me entendían. De las risas, pasó a la preocupación”, cuenta. Dejó de tener sensación de sueño, hambre o sed y se le olvidaban cosas tan cotidianas como para qué sirve una taza de café: “Me lo acaba de servir, pero no le encontraba sentido”.

Necesitaba ayuda para prácticamente todo

No fue hasta un año y medio después de haber pasado el COVID-19 cuando acudió a un especialista: “Tuvo que empeorar hasta el punto de necesitar ayuda para prácticamente todo”. Al neurólogo, no le cuadraba su relato con cómo la veía físicamente: “Vio que no había lesiones, pero que algo tenía que estar pasando para que ocurriera eso en mi vida”.

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Asociacionismo frente a la incomprensión

Tras el diagnóstico, todo cobró sentido. Hace unos meses, impulsó la Asociación COVID Persistente España, de la cual es presidenta. Su objetivo es encontrar respuestas y avanzar en tratamientos que mejoren su calidad de vida, pero también ayudar y acompañar a pacientes en su misma situación. “Fuimos nosotros los que tuvimos que ir casi puerta por puerta, médico por médico, explicando qué es lo que estaba ocurriendo”.

Beatriz tiene 39 años y se contagió en diciembre de 2020: “En menos de diez meses, he sufrido cuatro caídas en la calle sin ser consciente de ellas hasta encontrarme en el suelo. A día de hoy, soy incapaz de llevar una vida normal. Llevo agenda para que no se me olviden las cosas y mi vida social se ha convertido en algo inexistente”. Ha tenido que adaptar su casa para mantener al máximo su autonomía, aunque confiesa que a veces necesita ayuda para tareas tan sencillas como asearse o poner una lavadora. “Mi vida transcurre entre casa, médicos y rehabilitación. Y con un terror increíble a volver a infectarme”.

Noemí se contagió en enero de 2021 y, tras un año de baja, le dieron el alta forzosa. Tiene 40 años y es veterinaria. Según el tribunal, sus síntomas no eran incompatibles con su puesto de trabajo. Sin embargo, la empresa terminó despidiéndola por ineptitud sobrevenida. Ahora, se encuentra en paro y “con un futuro por delante poco esperanzador”. A la fatiga y los problemas para mantenerse de pie, se suman secuelas cognitivas como la dificultad para concentrarse o comunicarse correctamente, los fallos de memoria o la hipersensibilidad al sonido.

Una enfermedad silenciosa y desconocida

Para Elizabeth Semper, casos como el de Noemí se deben a la falta de conocimiento de la enfermedad. “Como no hay ningún estudio que avale esas hipótesis, que simplemente están recogidas empíricamente, entienden que no tienen razón para postergar la baja”. En diciembre de 2021, el Ministerio de Sanidad y el Instituto Carlos III iniciaron el estudio CIBERPOSTCOVID, con el objetivo de obtener las claves científicas para hacer frente al COVID persistente.

La primera fase, que terminó en el mes de julio, consensuó una primera definición del síndrome y puso sobre la mesa los síntomas más frecuentes. Con todo, Semper insiste en la necesidad de seguir avanzando. “Necesitamos muchos más estudios para entender cuál es el mecanismo e intentar frenarlo”, reivindica.

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