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Spencer Tracy, un tipo muy normal

  • Se cumplen 50 años de la desaparación del protagonista de Capitanes intrépidos

  • Repasamos los grandes papeles de este actor de alma atormentada

  • El gran amor de su vida fue Katharine Hepburn, con quien rodó títulos como La costilla de Adán

GERARDO SÁNCHEZ (DÍAS DE CINE)
5 min.

Ahora que está en salas Déjame salir, no puedo dejar de recordar Adivina quién viene esta noche (1967), la última vez que pudimos ver en la pantalla a Spencer Tracy y, como en los flashbacks de las películas, la pantalla de mis recuerdos se nubla para evocarme algunos de esos momentos en los que el actor, de cuya muerte se cumplen 50 años, llenó las pantallas de aquellas maravillosas películas.

De la persona, Spencer Tracy, me sale decir que en su atormentada alma era católico y alcohólico, que nunca se divorció de su mujer, pero que el amor de su vida fue Katharine Hepburn, con quien compartió todo lo bueno y lo malo que los amores de verdad pueden compartir. Solo desde esa perspectiva puede entenderse que una mujer como Katharine Hepburn, ferozmente independiente y radicalmente moderna, estuviese siempre a su lado en los momentos más complicados de su vida, aquellos provocados por los efectos más perversos del alcohol.

Hablando de la Hepburn no puedo evitar que en ese flashback emocional viajen mis recuerdos a aquellas películas que interpretaron juntos, que, además de divertidísimas, representan como pocas la quintaesencia de lo que en el cine conocemos como "La guerra de los sexos". Imposible no pensar en La mujer del año (1942), en la escena que, para mí, refleja mejor que ninguna otra en la historia del cine cómo un hombre (hecho y derecho) puede perder la cabeza en una décima de segundo cuando se cruza en su vida la mujer de su vida. Aquel duro periodista deportivo iba a acabar mordiendo todos los polvos posibles al entrar en el despacho de su jefe y clavar su primera mirada en las piernas de aquella maravillosa mujer. He de decir que estoy seguro que a mí me hubiera pasado lo mismo.

Y no puedo evitar recordar aquella competencia entre abogados en La costilla de Adán (1949) con aquellas cosas políticamente incorrectas hoy día, a saber, con perdón, aquel azote del bueno del personaje de Spencer a su querida partenaire, a saber, la inteligente, y no por ello menos marrullera, abogada, y esposa, que interpretaba, cómo no, Katharine Hepburn.

Papeles grabados en la memoria

Extenderse en los recuerdos de esos flashbacks de las películas de Spencer Tracy sería inabarcable y frustrante, por eso, renuncio en esta líneas a ello… Pertenecen a mi educación sentimental su Manuel de Capitanes intrépidos (1937), la película que cuenta las grandes enseñanzas de la vida de la forma más hermosa posible, que es siempre la más sencilla.

Quedó grabado en mi memoria su Doctor Jeckyll y Mr. Hyde, de nuevo a las órdenes de ese director que no se daba aires de serlo que se llamó Victor Fleming. Inolvidable en 20.000 años en Sing Sing (1932) o en Fueros humanos (1933) y, sobre todo, en Furia (1936) donde, a las órdenes de Fritz Lang encarnaba a aquel hombre corriente víctima de una turba humana que quería lincharle confundiéndole con un asesino (y lo hacía).

En Una mujer difamada (1936) contribuía con su presencia a una de esas comedias inolvidables del Hollywood dorado que firmaba otro de esos directores a los que hay que rescatar del olvido: Jack Conway. Además, San Francisco (1936), Forja de hombres (1938), La ciudad de los muchachos (1941), Dos en el cielo (1943) o Edison, el hombre (1940) forman parte también de ese imaginario de mi infancia que, al recordarlo desde la distancia, hace que me inunde una extraña sensación de felicidad.

Cambió de registro con su siempre fiel Katharine Hepburn en el melodrama Mar de hierba (1947), pero volvimos a partirnos de risa con El padre de la novia (1950) y El padre es abuelo (1951).

En Conspiración de silencio (1955) solo le hacía falta un brazo, pocas palabras, y el scope que ponía John Sturges para componer un personaje de una pieza, y en El viejo y el mar (1958) conseguía ser el personaje 'Hemingweiano' que tenía que ser.

La despedida

Siento especial predilección, como fordiano que soy, por su personaje de Frank Skeffington en El último hurra (1958) un político a la antigua usanza, populista, no en el sentido que le damos ahora, pero indudablemente un marrullero, aunque tan hiperactivo en sus trajines como tremendamente humano. Uno de esos personajes que parecen inimaginables con el rostro de otro actor y que representaron eso tan fordiano que es 'la gloria en la derrota'. Antes de despedirse con aquel alegato antisegregacionista que fue Adivina quién viene esta noche, que supuso su su adiós al cine, y además la última vez que le vimos en pantalla con Katharine Hepburn, supo llenar de dignidad al juez que compuso en Vencedores o vencidos (1961).

Spencer Tracy fue ese tipo que ganó dos Oscar consecutivos, en 1937, por su personaje de Manuel, el pescador portugués de esa obra maestra que forma parte sentimental de mi vida que es Capitanes intrépidos, y un año después por Forja de hombres como el Padre Flanagan, pero además estuvo nominado en otras siete ocasiones.

Ese hombre al que homenajeaba sin tapujos Up de Pixar, Spencer Tracy, actuaba sin actuar. Llenaba la pantalla sin pretenderlo. Parecía un tipo normal pero no lo era. Su físico no parecía el más apropiado para muchos de los papeles que interpretó, pero supo hacerlos suyos sin dejar nunca de ser él mismo. Y eso, algo tan sencillo como eso, es lo que diferencia a los grandes de los que no lo son tanto. Spencer Tracy falleció un 10 de junio de 1967. Hace ahora medio siglo

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