El discurso legitimador de Internet siempre estuvo íntimamente ligado a la libertad. A partir de la evocación de este término tan manido pudo abarcar cada vez más espacios de la vida humana. Pero la “libertad” es un significante atrapado en un contexto específico, material e ineludible. Y fue este marco el que en todo momento condicionó las lógicas de Internet, a través de sus inherentes relaciones de poder entre clases, regiones, culturas y géneros. Es por este motivo que conviene hacer un matiz sobre la pretendida “neutralidad” de Internet: ni se concreta en los hechos ni se corresponde con un mundo sistemáticamente desigual y en el que compiten intereses objetivamente opuestos.
Los dueños de las grandes startups y las más importantes plataformas ilustran esta reflexión. Su pertenencia geográfica y de clase no es muy variada: a menudo son grandes acumuladores de capital formados y afincados en los estados centrales del capitalismo global. En tanto las opiniones en materia de política internacional se conforman en base a intereses intrínsecos a la clase social, lo lógico es que estos espacios tiendan a posicionarse públicamente cuando un evento despierta su preocupación. Es entendible que estos tenedores de capital utilicen sus plataformas para tomar posiciones y difundir su relato cuando un evento despierta su preocupación, lo que obliga a desechar la creencia en un Internet aséptico, igualador y libre de condicionantes.
Las tecnologías de la información nunca fueron una herramienta imparcial; siempre han estado mediadas por la voluntad política de quienes tomaron decisiones al respecto. El gobierno nazi en Alemania empleó los datos de la gran empresa estadounidense IBM como ayuda para la sistematización de la ejecución del holocausto. Setenta años después, gobiernos latinoamericanos como el de Argentina o Venezuela desarrollaron los “infocentros” para aumentar los niveles de conectividad y el acceso a Internet entre los sectores más vulnerables. Dos usos radicalmente distintos que ejemplifican la importancia del “para qué” en la instrumentalización de las TIC.
En la política internacional de nuestros días, las empresas del sector juegan conscientemente un papel definido. Lejos de mantenerse fuera del ajedrez global, mueven sus fichas en direcciones concretas. La guerra en Ucrania es un reflejo fehaciente de esta dinámica. Pequeñas y medianas start-ups como Preply o Canva -dedicadas a la enseñanza y al diseño respectivamente- han prestado sus sitios web como punto de apoyo para diversas campañas en favor del lado ucraniano. Los directivos de Canva incluso decidieron en mayo abandonar Rusia. Lejos de sostener una postura ambigua, estas dos firmas decidieron posicionarse nítidamente en línea con la mayoría de los gobiernos y medios de comunicación de sus países-cuna.
Recordemos uno de los términos centrales de Internet desde su primera expansión: la net neutrality. Originalmente, este principio hace referencia a una cuestión primordialmente técnica: cómo deben los proveedores brindarnos el servicio y evitar la intromisión desleal en nuestra conectividad. Sin embargo, conviene pensarlo en relación con otros fenómenos que van más allá́ de esta noción fundacional. Si el concepto surgió́ para intentar garantizar la equidad en el acceso a la información sin la intromisión de las grandes empresas, ¿no es acaso un obstáculo a este objetivo el accionar de las big tech en relación a aquellos sucesos con implicaciones directas en nuestra vida?
Nuevamente, la guerra en Ucrania ha desnudado la fragilidad de esta lógica. El Estado ruso efectivamente limitó el acceso a determinada información e intensificó la presencia de los relatos oficiales en muchos medios nacionales; sobre ello se ha escrito y reflexionado mucho ya. Pero es fundamental reconocer que semejante cosa ha ocurrido también en el “bando” del que forma parte nuestro país. Los posicionamientos de muchas big techs fueron claros, como también las decisiones de muchas redes sociales. La permisibilidad de difusión de determinados relatos y -todavía más reseñable- de determinada información fue marcadamente desigual, junto con la censura explicita de medios como Russia Today o Sputnik.
PLAYZ
En otros casos, la misma red ha impuesto un shadow banning sobre determinadas cuentas. El ejemplo de Twitter señalando como “medio afiliado al gobierno de Rusia” a periodistas independientes sienta un particular precedente. A través de este procedimiento, cuentas que volcaban discursos e información provenientes del Estado o de medios rusos fueron sistemáticamente “ocultadas”, de tal forma que sus tweets desaparecieron de la TL de sus seguidores. Twitter siempre pretendió́ diferenciarse de los medios de comunicación tradicionales por su falta de línea editorial. El contexto actual nos pone frente a una evidencia: la red social se presentaba como un ágora libre para la conciencia y la palabra. Hoy claramente ya no lo es... pero quizá́ nunca lo fue realmente.
Todo esto ya venía sucediendo con anterioridad en conflictos que nos tocan menos cerca geográfica y culturalmente. En la disputa que Estados Unidos libra contra China, podemos leer con asiduidad artículos periodísticos en inglés o español criticando la falta de net neutrality en el país asiático. En el marco de la escalada de las tensiones entre sectores de la sociedad hongkonesa y el Gobierno chino, este hecho fue destacado por casi todos los grandes medios europeos y norteamericanos. Aunque es relevante recordar, en honor a la verdad, que no fueron pocas las plataformas online que se posicionaron explícitamente del lado anti Partido Comunista, promoviendo los posteos de manifestantes de la isla y ocultando los provenientes de la China continental. En sitios web como Omegle, por ejemplo, todavía pueden verse aspectos residuales de esta campaña.
PLAYZ
Y, en medio de todo esto, llega Elon Musk a convertirse en el accionista mayoritario de Twitter y nos promete un espacio cuya política sea “la libertad de expresión”. ¿Una de sus primeras medidas? Recuperar los perfiles de Donald Trump y el de Kanye West. Ilustrativo. Probablemente, el Twitter de Musk sea más “libre” desde un prisma marcadamente empresarial, en el que -como en la prensa tradicional- los relatos con mayor alcance serán los difundidos por quienes tengan más dinero para invertir en la insignia de verificación, en la promoción de tweets, etc. No sería cauto olvidar que detrás de la ensoñación de libertad de Elon Musk se halla un colosal acumulador de capital, con intereses políticos bien definidos. La gran red social y sus algoritmos están en manos de alguien que no tuvo problemas en defender públicamente el golpe de Estado en Bolivia, ya que le garantizaba un acceso menos problemático al litio al no tener que lidiar con el obstáculo que le suponía el gobierno de Evo Morales.
***********
Eduardo García es politólogo y maestrando en Relaciones Internacionales. Colabora con medios como El Salto Diario o Descifrando la Guerra, en materia de política internacional.