Al centro de recepción de Dojóvidoch, en el sureste de Polonia, se accede por un pasillo estrecho con los laterales ocupados por cajas de alimentos, ropa y mantas. En el interior hace mucho calor y hay bastante bullicio, fundamentalmente, porque hay en torno a un centenar de niños a sus cosas, es decir, jugando ajenos a lo que pasa 5 kilómetros más allá. Los adultos, como en otros centros, hablan por teléfono y esperan.
Pero la imagen cambia por completo en unos segundos cuando una voluntaria anuncia que han encontrado un medio de transporte: "Sale un autobús para Varsovia", les dicen por un megáfono y, entonces, todo son carreras y premura para recoger las pocas cosas que tienen, de nuevo, pero, esta vez, para subir al autobús.
Lejos de casa pero seguros
Es lo que hace Natalia, que pide a una voluntaria que le dé la mano a su hija Sofía, de 3 años, para no perderla de vista entre tanto trasiego. "Estoy bastante tranquila, -nos cuenta Natalia-, porque estar aquí es ya bastante más seguro que seguir en Ucrania".
Hiser Hayat, sin embargo, apenas se inmuta. Dice que, en los autobuses tienen preferencia las mujeres y los niños, así que él, que es pakistaní, tiene que buscar otra forma de ir a Varsovia, para él y para un amigo, que tiene una enfermedad, y no puede viajar solo. "Llevo 5 años en Ucrania, soy estudiante de medicina y únicamente me queda un año para acabar la carrera así que espero poder volver en breve" explica y añade que su visado es de solo 15 días así que, si en ese tiempo no puede regresar a Ucrania, tendrá que irse a su país. "Tal vez pueda estudiar allí, a ver qué respuesta nos da la Universidad", señala.
También espera Katarina, con su madre y su bebé, que come tranquilamente unos trozos de manzana. Ellos no saben donde ir. Busca el móvil para mostrar la foto de un conocido en Alicante y se plantea que, tal vez, esa podría ser una opción.