Clímax, la nueva película de Gaspar Noé, recibió una agradable acogida en el último Festival de Cannes. “Me salió el tiro por la culata”, lamenta irónicamente el cineasta argentino, acostumbrado a la etiqueta de polémico desde hace más de 20 años. “En la última película (Love) mucha gente tenía problema con una polla. Hoy día es más fácil mostrar violencia que sexo”.
Mucha violencia y algo de sexo forman Clímax, inspirada en una historia real sucedida en Francia en los años 90: una compañía de jóvenes bailarines se encierran a ensayar en un colegio perdido en las montañas. Durante una fiesta, alguien echa LSD a la sangría y se desata la paranoia y locura.
A Noé, afincado en Francia desde su juventud, el suceso le convenía para desplegar sus obsesiones. En Clímax, llega un momento en el que cualquier cosa no solo es posible, sino también aterradoramente verosímil. Empieza como Fama y termina como Saló o los 120 días de Sodoma.
También le movía el hecho de que fueran bailarines. “Hacer una película sobre una minicatástrofe colectiva me divertía, pero sobre todo me divertía una película de danza. No soy bailarín, pero me encanta bailar e ir a los clubs”. Durante la primera mitad, Noé se recrea en el baile. Y la segunda mitad es el reverso disfuncional de esos movimientos.
Con 54 años, Noé no ha perdido su fama de hedonista. “Cuanto más me divierto, más bueno soy con los demás. Hay gente que cree que lo que compartes es como que te lo sacan. Y yo creo que cuanto más compartes más ganas. Y cuanto mejor te comportas, mejor se comporta la gente contigo”, sostiene. Del hedonismo a la sociedad virtuosa en tres pasos.
El recuerdo de los malos viajes
“Clímax es más una película sobre el alcohol. Las situaciones más repetitivas, más feas que he vivido han sido con gente borracha. O estando yo borracho. Situaciones en las que parece que el cerebro racional se neutraliza y solo sale el cerebro reptiliano. La primera copa de vino te sube el coeficiente intelectual y a partir de la tercera se derrumba”, dice entre risas.
“Los malos viajes, ya sean de borrachera o plantas, son más fáciles de recordad que los buenos. Es más fácil recordar una pelea con tu novia que una noche de amor con ella en la que llegaste al nirvana. La gente que se droga o emborracha tiene una valija de malos recuerdos, por eso deciden dejarlo”.
Lo que no entiende es que todavía le tilden de ‘provocador’. “No sé cómo llamaban a mis directores favoritos: Kubrick, Buñuel, Pasolini, Eloy de la Iglesia o Fassbinder. Se divirtieron en su momento, se metieron en juicios, la pasaron bien”, opina. “Pero es verdad que, por ejemplo, en los 70 nadie decía provocador. Y ahora los americanos me rompen los huevos porque cuando me quieren llamar provocador utilizan la palabra francesa provocateur, como si fuera una enfermedad psiquiátrica de origen francés”.
Lo que no ha cambiado es la voluntad de Noé de jugar con el lenguaje cinematográfico. “No es como en Enter the void, donde traté de reproducir las alteraciones de la percepción que pueden inducir una droga. Aquí traté de filmar como en un documental y la cámara pasa a ser como una mosca que está en medio de esta gente que se va al infierno. Pero como son planos largos y sin cortes, se parece a la percepción humana, que solo se corta cuando parpadeas o duermes”, reflexiona sobre los largos planos secuencias de la película.
Noé firma un cartel de la película en el que escribe: “¡Hey, chicos, no beban!”. Parece que casi haya filmado una comedia. “No (ríe), pero sí es quizá la película más alegre, más divertida que las anteriores”.